AVENTURAS Y DESVENTURAS DE MARIANO GRAÑÓN “EL VIDRIERO”

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 Iniciada la guerra y debido a los bombardeos pasábamos más tiempo en el monte que en el pueblo. Allí intentábamos normalizar, en lo que cabe, nuestra vida diaria, pero cuando oíamos el sonido ronco de los motores recogíamos hasta la ropa que mi madre ponía a secar para no dar pistas a los temibles aviones. La medida de  ir a vivir al monte, que tomaron mi familia y otras de Sariñena, fue acertada,  puesto que uno de esos días de bombardeos, cayó una bomba en nuestra casa de la calle del Saco (maestro Justo Comín) y haciendo un boquete en el tejado, atravesó la casa y aterrizó en la planta baja, no explotó de milagro. Enseguida se hicieron cargo de la indeseable ocupa los artificieros del ejército.

  Conforme se acercaba la guerra a nuestro pueblo, el miedo se iba adueñando de mis hermanas, sobre todo por las noticias que llegaban de violaciones por parte de las tropas moras de Franco. Así que convencieron a mis padres para irnos a vivir a Barcelona. Cogimos el carro y las mulas, cargamos lo que pudimos e iniciamos aquel extraño éxodo familiar hacia Cataluña. Con mis tres años de edad, aquel viaje fue una mezcla de aventura e intranquilidad difícil de calibrar.

 A la altura de Sena nuestra perra Viola no debió ver el asunto nada claro y se dio la vuelta. Seguimos nuestro particular viaje por la carretera de Fraga. Al llegar al cruce que está cerca del pueblo de Ontiñena giramos a la izquierda y cogimos la vía que nos llevaría a Alcolea, Albalate, Esplús, Binéfar y Tamarite. No recuerdo cuantos días estuvimos viajando, pero debieron pasar entre tres o cuatro cuando entramos en Cataluña y paramos en el pueblo de La Sentiu. Allí mi padre decidió vender las mulas y el carro por un dinero de la república que pronto dejó de tener valor legal y que aún guardo como recuerdo de unos tiempos verdaderamente duros. En aquel lugar de Lérida había un pequeño horno vecinal en el que mi padre aprovechó la ocasión e hizo pan para lo que quedaba del viaje. Al día siguiente cogimos el tren en Balaguer y nos dirigimos a la capital catalana.  Llegados a la ciudad condal mi padre encontró trabajo, con ayuda de unos familiares, en una fábrica de Barcelona y en ella permaneció durante los dos años siguientes. Mi hermana se puso a coser uniformes del ejército y a mi otra hermana y a mí nos metieron en un colegio a media pensión.

  Recuerdo que aquellos maestros me enseñaron una canción que aún me viene a la memoria después de casi ochenta años.

  Pasados los dos años del exilio regresamos en tren sin nada de nada en las maletas. Llegamos a Sariñena y fuimos directamente a nuestra casa, pero… nos llevamos la desagradable sorpresa de que estaba ocupada por una familia del pueblo. Nos dijeron que se había corrido la noticia de que un avión había lanzado una bomba contra el carro y que habíamos muerto todos. El caso es que tuvieron que desalojar nuestra casa y ya nunca más les volvimos a hablar.

  La nota emotiva la puso nuestra perra Viola que nos reconoció enseguida, se llevó una gran alegría y no se quiso marchar con los ocupas.

 Mi padre empezó de nuevo a trabajar como panadero y poco a poco fuimos saliendo adelante.

  Me contaba mi abuela, Manuela Vicente Grañón, que los domingos preparaba  en su casa merienda para una treintena de mozos y que después se iban todos al baile que había en el casino de la casa palaciega de la calle del Sol (ahora Javier Ugarte). Precisamente hubo una anécdota política, propia de aquellos tiempos, ocurrida en aquel casino. Me contó mi padre que cuatro republicanos de antes de la guerra, se empeñaron en la barra del dicho bar, que ese año iban a parar la procesión de San Antolín cuando pasara por la puerta del casino. Llegado el momento salieron a efectuar lo planeado, pero al percatarse de quiénes llevaban al santo, dieron marcha atrás y no llevaron a cabo su “hazaña”. Los portadores del santo eran personas serias y respetadas como Mariano Conte, Vicente Romerales y dos cofrades más que no recuerdo sus nombres.

   Estas historias me las relató Mariano Grañón Rodés (reputado panadero, famoso por sus empanadones, tortetas de cucharada, magdalenas y otras exquisiteces de horno) mientras nos tomábamos un café en una terraza de un conocido bar de la villa una mañana muy calurosa de mediados del mes de agosto del año 2015.     

                                                                           

                                                                         Manuel Antonio Corvinos Portella

 

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