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La sierra callada


El horizonte se abre paso en un abanico de paisajes y contrastes, al norte los Pirineos y la sierra de Guara; al sur el Ebro y las serranías turolenses; al oeste el Moncayo y al este, por donde discurre el Alcanadre, amaneces astro sol. Te abres paso en el horizonte y la sierra oscura despierta al canto de la cardelina. Murmura el cierzo un aliento de nuevo día, sierra callada, sierra dormida que desperezas. Despunta el alba y tus rayos finos solares se adentran entre los barrancos, vales y enriscados parajes. Te cuelas entre las copas de los árboles, entre sus hojas y finas acículas de pinos. A tus pies, tierra plana, escampa la boira, se disipa la neblina mañanera y escudriñas la sierra, la tierra donde ejerces tu ardiente gobierno. Serás implacable, como siempre.

Una pareja de cuervos sobrevuela San Caprasio y juega con sus graznidos en el silencio, lo rompen, está bien, es agradable. De nuevo, el silencio sobrecoge, es una preciosa calma. Mientras, el cielo es intenso, azulado y claro, con sus pomposas nubes blanquecinas que lo surcan y se pierden, igual que los barcos en la inmensidad del mar. El cierzo también juega, silbante sacude las ramas, mece los árboles y susurra; ellos saben de lo que hablan. Los árboles se mueven, tienen movimiento, parece un baile, una perfecta coreografía. La misma mar con distinto oleaje donde dejarse llevar.

Una rabosa merodea y, advertida, se apresura a desaparecer. Hay rastro de jabalí, sus pezuñas hundidas en el barro y en la balsa huellas del ganado, las ovejas que con sus pequeños pasos cuidan estos montes. Sapos y ranas brincan adentro de la balsa. Un mochuelo observa desde el espaldado tejado ruinoso de una pequeña aldea, las piedras, que tanto cobijo dieron, se derrumban. También se derrumbó algo en nosotros, nuestro pasado, cuando lo abandonamos. Se cierne el cernícalo, una bandada de perdices emprende un vuelo desconcertante y los buitres planean la sierra callada. Las puertas quedaron abiertas, con la dalla y la hoz tirada, el botijo roto en mil pedazos y el trillo abandonado en la era. Se hundieron las chimeneas y ya nunca volverán a humear, ya nadie regresa, donde tan solo se posa la majestuosa águila culebrera.

Ya nadie canta jotas por tus caminos, no se desgarrarán bravas las voces por los campos. El silencio se ha adueñado de vales y lomas, los abuelos ya no cuentan historias de siempre y solo son tiempos pasados arrinconados en la olvidada memoria. Ya no se preparan ranchos para las interminables jornadas de siega, ni jornaleros descansan a la sombra de viejas carrascas. Ya no se sienten las caballerías y el traqueteo de los carros, ya no, sierra callada, ya no lloran por tus montes las ilusiones que nacían. Ya no bajan alegres los leñadores de la sierra de Alcubierre.  

Contemplo uno de los muchos pinos, retorcido, me enseña que la vida no es recta, que a veces hay que torcerse para tirar hacía adelante por muy difícil que sea. Se han abierto paso, buscando luz, retorciéndose, eso es sobrevivir, peleando por crecer, en un suelo pobre, sin apenas agua. Se han revuelto, han luchado y allí están, con sus cicatrices, con su corteza agrietada y llena de cicatrices. A su manera están erguidos, meciéndose todos juntos y tocando el cielo, en una sierra callada que grita. Son como un libro abierto, no hay sabiduría sin arrugas.

La tierra, seca, también muestra sus arrugas, agrietada de sed y la vida del hambre. Secanos de cebada y trigo, con tus margüines de retamas y esas imponentes sabinas que empequeñecen al hombre. Abrazo tu tronco, sabina, trato de abarcarte y me vuelvo a sobrecoger, tomo aire, respiro, aquí es puro, sé que me das la vida. Sé de mis raíces.

Pajarillos chapotean en el agua, dan pequeños saltitos, pian y pian y salen volando. Un valiente ratoncito se refugia entre las piedras, abejas rondan los romeros en flor y un fardacho toma el sol. Una gineta permanece escondida, la salamanquesa también se esconde y una culebra serpentea. Una araña teje su tela y un alacrán se asoma tímidamente. Un conejo corre veloz a su madriguera, una lavandera merodea un charco y un águila atraviesa el cielo.

Cada gota importa y cada gota es una inmensidad; donde hay un charco hay un mar y donde una balsa hay todo un océano. Un risueño petirrojo se posa entre las espinosas matas de un endrino, revoletea y, callado, en la sierra, me observa. Las sombras de los cuervos acarician la sierra, mecidos los árboles se tocan. Vuelan entre el silencio y la sierra callada. Acecha la noche y cielo se tiñe de rojo fuego, arde y las purnas llenan el firmamento de estrellas. -¡Hola Luna!-, sobrecoge la sierra callada.

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Aldea


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Aldea por Valdecarros, güega entre Lanaja y Castejón de Monegros. 

Ya hace tiempo que nadie vuelve y el aire corre por estas viejas cuatro paredes. Duramente resisten los vetustos muros de piedra que inevitablemente comienzan a desmoronarse. Es tiempo de ausencias y de olvidos, ya no se cuentan añejas historias al calor de la lumbre del pequeño hogar, de un pequeño espacio que familias compartieron generaciones tras generaciones. La soledad embriaga tiempos sin memoria, de saberes populares, del esfuerzo y trabajo en esta sierra monegrina, de leyendas de bandoleros y del gran Cucaracha. Ya no humea la chimenea, ni despide antes del amanecer, ni espera después del anochecer.

Días de otoño, de preparar las tierras y sembrar, dormir al calor de las mulas en la pequeña aldea que hace muchísimos años se levantó piedra a piedra. Una a una se fueron colocando las piedras que se arrancaron a la sierra, con las manos encallecidas y duras, con las manos de segar en verano bajo el implacable sol, donde sólo la vieja sabina, a su sombra, se hallaba resguardo. Las mismas manos que aserraban los pinos y bajaban de la sierra las leñas, que arrancaban los romeros para los hornos y el esparto para hacer sogueta, las manos que recogían las almendreras, olivares y viñas.

La sierra permanece salpicada de aldeas espaldadas por tiempos que ya no valoran su propia historia, la de su gente, la de sus abuelos y abuelas. La vegetación va apoderándose, los tejados hundidos y los muros a merced de la erosión del abandono. Con ellas desaparece parte de nosotros y nosotras, vidas que fueron e incluso nacieron en aquellas solitarias aldeas esparcidas sobre la sierra de Alcubierre.

El aire, el cierzo corre por las cuatro paredes, entra por las puertas que ya nada guardan y nada resguardan, mientras la enrona se va acumulando en su abandonado espacio. Ya no bajan los carros llenos a los pueblos, ni van sus gentes montados en ellos, ni bajan ni suben. Y el viejo poblado de Peñalbeta aparece distante, resignado a la desmemoria, igual que los caminos los reclama el monte, igual que muchos campos que ya no se cultivan.

Os Monegros (1)

Sabina por Valdecarros, güega entre Lanaja y Castejón de Monegros. 

Las balsas ya no recogen el agua como antes, ya no sacian la sed, aquella sed que ya no fatiga a los hombres y mujeres en estos malditos y rabiosos secanos. Los muros de piedra de los campos se derrumban llevándose tantos recuerdos, tanta sabiduría que tanto costó aprender. Ya no abundan los rebaños de cabras y ya casi no hay pastores, las parideras quedan vacías y el silencio se adueña de todo. La sierra permanece como ausente.

Sólo el aroma a ontina, romero y tomillo, a monte, perdura la esencia de tantas gentes. Los cielos claros y limpios, el aire puro y el olor a tierra, los campos de trigo y cebada. Quien levantó cada piedra sabe el valor de cada muro y de cada aldea que siempre buscó legar a los suyos. Ahora nosotros y nosotras somos sus herederos y el frío entra entre las cuatro paredes, el aire recorre paredes que ya no hablan, callan porque ya hace tiempo que hemos dejado de escuchar.

Ya hace mucho tiempo que nadie vuelve y ya hace mucho que nadie espera. Aunque a veces parezca que aún quiere esperar.

  • Nota: Aldea es la forma de denominar a las casetas de monte en la sierra de Alcubierrre.