Cocina de paisajes, un capricho
Los fogones preparados, cazuelas, ollas, sartenes y demás utensilios listos para la encomienda de cocinar paisajes. Listos para preparar entrantes, primeros, segundos y deliciosos postres que seguro nos deleitarán con sensaciones infinitas. ¡Ea!, bienvenidos placeres de los olimpos a los áridos y secos terrenales de Los Monegros.
El gorro de cocina y el delantal, a conjunto de la vanguardia ¡cuqui!. Numerosas estrellas, de grandes maestros y maestras, lucirán para la culinaria ocasión. Sus mejores galas para elegantes comensales dignos de la mejor cocina gourmet. Y la elegancia es una bonita y preciosa sonrisa.
El tiempo siempre juega a nuestro favor, a la cocción paciente, como la de antaño, aquella cocina de siempre que nos forjó. Una emulsión de sabores nos embriagará sutilmente el paladar. A su punto, cocina experimental pero con productos propios de la tierra. El olor a fragancias del monte, al hogar que nos abre el sentido del gusto para deleitarnos con placeres únicos e irrepetibles. ¡Para chuparse los dedos!.
¡Oído chef!- La idea comienza a emulsionar, configurando paisajes. ¡Preparad las mesas!, brillantemente ornadas para la ocasión, atenderá el excelente metre de Los Monegros, con su eficiente equipo de camareros y camareras, que ofrecerán un servicio impecable propio de las más altas esferas siderales. Sin olvidar del gran sumiller, su excelente maridaje con vinos, de exquisitos caldos duros y salvajes, toda una delicatesen.
La velada, de la que esperamos sea inigualable, será amenizada por la calmada y sosegada tranquilidad del desierto, del silencio solamente susurrado por el viento, de un tibio cierzo que velará el deleitoso menú, rico y apetitoso que podréis disfrutar en la tremenda propuesta gastronómica de cocinar paisajes.
A degustar, ¡Bon appétit!.
¡Cool & fashion, Os Monegros Club!
Salmueras de Bujaraloz
Delicias de Bujaraloz en salmuera. Sazonar abundantemente, corrigiendo continuamente de sal, procurando siempre mantener un nivel de agua casi ausente. Si es necesario añadir alguna pizca más de sal, hasta dejar todo completamente salado, completamente cubierto, como queriendo ser mar sin agua, un pequeño mar en pura estepa de cereales, rastrojeras y eriales.
Dejarlo puro. Blanquecino, como la nieve, como una superficie lunar y un horizonte donde perderse, donde ver espejismos, pura reverberación. Imaginar la mar en puro desierto, donde la sugestión nos descubre un único y singular paisaje y a la vez nos conduce a todos los lugares.
Como lugar de paso, donde parece que nada pasa y todo se sucede, a su propio ritmo. Así, sin más, donde parece que no hay nada resulte una explosión de sabores diversos y a la vez el universo entero. Sorprendiendo por su variedad y diversidad, su eclosión como metáfora de lo subjetivo que conlleva la percepción del paisaje.
Los sabores salitrosos de la tierra conjugan con la magia de la luz, aquella que impregna los aromas del plato y va más allá de su propia concepción. Puro arte, como es la cocina en su mayor exponente, para el guste y el disfrute: una salada de Bujaraloz.
Y así, vuelta y vuelta. Una pizca de pimienta entre las grietas abiertas de la tierra, resquebrajando la tierra blanquecina de sales y yesos, cocinando un paisaje de amplio horizonte e infinitas estrellas.
Sencillamente, llevar, dejarse llevar…
Salteado Sierra Alcubierre
Combinar todos los ingredientes, saltear y condimentar con alegría, animarse con una jota, con una copla de viejos leñadores que bajaban cantando de la sierra. Incorporar especias, condimentar al gusto. Saltear, continuar salteando la preparación, silbando como los pajarillos en primavera. Vuelta y vuelta, paseando por sus vales y barrancos, ascendiendo a sus cumbres, de Monteoscuro y San Caprasio. Contemplar el amplio horizonte, al norte los pirineos y la sierra de Guara, al oeste el Moncayo y el Ebro seseante, la serranía turolense al sur y al este tierra plana: Esta sierra es el corazón de Aragón.
Emplatar en un fondo terroso, colocando pinos, sabinas, carrascas, quejigos… y guarnicionar con coscoja, con abundante coscoja. Dar un toque aserrado, con forma de sierra, destacando su color más oscuro sobre el fondo abierto y claro. Salpicar con gotas de balsa, balsetas y balsetes, espolvorear briznas solares que doren sus maravillosos enclaves.
Directo al paladar el mestizaje vegetal que cubre la sierra de Alcubierre. Guarnecer con plantas, herbáceas, matorrales, arbustos y árboles. Macerar la capa vegetal, añadir ontinas, romeros y tremoncillos. Comer como forajidos, escondidos en cuevas o bajo sabinas, esquivando el sol o resguardándose del cierzo que siempre quiere surcar este agreste paisaje con fuerza. Ser bandoleros, con pan de hogaza y vino recio, beber en bota o porrón, ser salvajes, en páramos difíciles de engañar, ser dueños de la libertad.
Montes oscuros, montes negros, se pega en los labios, sentencia la crítica literaria. Dejarse llevar, como rapaz esteparia que surca la tierra plana bajo los montes oscuros que dieron nombre a esta tierra. Ya bajan los leñadores, ya bajan de la sierra de Alcubierre.
Montaditos de Juvierre
A cocina lenta, con detenimiento y paciencia, Juvierre se va cociendo en el sosiego del tiempo, aquel que va erosionando el paisaje y venciendo la tierra desnuda. Así es la tierra, desprendida de sus ropajes mostrando su piel herida, arrugada al tiempo que tanto nos arrastra, tratando de vencer las ausencias que tanto nos silencian.
Todo hervido a su debido punto, con la paciencia de antes, alimentando el fuego que va cociendo todo a su tiempo. La piel se arruga y a la vez, jugoso el paisaje, se vuelve intensamente apetecible al paladar. Pero el tiempo ha sido clave, su cocción lenta da un sabor único y especial. La leña es de romero, la que por estas tierras abunda y que se recogía a fajos para ir vendiéndola por los pueblos. El romero da sabor y, cuando parece que el fuego lo ha forjado todo, ha sido el agua quién ha dado forma a este agreste paisaje. Y parece tan ausente que siempre la extrañamos.
El plato nos muestra la tierra agrietada, desecada, deshidratada, como jasca, entre sus sabores y aromas de siempre, de los platos inolvidables de la abuela. Sí, nos resultan inolvidables como eternos en nuestra memoria, aquella que se desgrana a cada gusto y que parece querer desaparecer.
Jalean mientras gorgotea la ebullición del guiso, paciente buscando esa exquisitez al paladar. Y al final el plato sorprende, rompe al tragar y enseña que en lo inabarcable del paisaje hay delicias, sabores que ni siquiera habías sido capaz de imaginar. Quizá, el próximo bocado, sea tan sugestivo, como casi siempre, ojalá.
¡Buen provecho! El sumiller vuelve a ofrecer su carta de vinos, nos aconseja uno especial, la luna está lucida, bueno… saca su sacacorchos y destapa una nueva botella, su color y dulzor, el aroma y su sabor, equilibrado, bien combinado y perfecto para acompañar el plato que viene. Nos sirve la copa, la movemos, suavemente, la olemos y nos la llevamos a los labios, bebemos y se relame los labios y sonríe con complicidad, los pies juguetean bajo la mesa, escondidos tras el mantel. La noche parece detenerse, solo los dos, todo promete. Todo se ilumina, suenan las guitarras, el laúd y la bandurrias, arranca con su viva voz “En tu mirada hay un paisaje infinito/ Un infinito paisaje hay en tu mirada/ El amor está en tu iris/ En tu iris está el amor/ Para perderse en el paisaje/ Y encontrarse en el infinito”.
Migas de Los Monegros
Suelo de corteza de pan agrietado, miga desecha al paso del subsolador, el chiser y rollado para dejar completamente suelto y esponjoso. Añadir agua hasta conseguir buen tempero y esperar a que poco a poco se vaya dorando.
Sembrar al gusto y bañar de un fino hilo del Alcanadre, la Isuela y el Guatizalema, con su toque del barranco de la Valcuerna. Rociar con agua de canal, ligar la salsa y reducirla lentamente.
La materia prima, un producto de primerísima calidad: campos de cereales, cebada y trigo. Acarrearla y desmenuzarla tanto que parezca polvo, trillarla y aventarla al cierzo para que quiera ser cielo y luego posarse en el suelo. Amasar y hornear, desmigar y cocinar, con enjundia. Revolver y revolver sin parar, dar con la jada para evitar que se formen grumos. Que no se amallanque.
Servir en porciones barrocas cartujas de Nuestra Señora de las Fuente, del santuario de Nuestra Señora de Magallón y de la Virgen de la Sabina o románicas raciones de Santa María de Sigena. Comer a rancho, cucharada y paso atrás, en la rabiosa estepa donde apacentaban tantos rebaños, por los baldíos rastrojos, endiablados secanos, secos hasta en sus entrañas. Ruge la gaita monegrina, ¡brindemos por esta tierra!.
Y volver a sembrar, a tener esperanza, a soñar y volver a dejarse llevar.
Delicias la Portellada
Las profundas raíces es la base del plato mientras se va ascendiendo para ir abriéndose al horizonte. Allí se descubre la verdadera naturaleza del plato, mientras los Pirineos nos contemplan y el llano parece reposar. Preparar suavemente, con precisión. Seguir la técnica al detalle, sin dejarse ningún paso. Cada paso es importante, como las huellas que dejaron; que nos legaron.
Toda una delicatesen para los amantes del buen comer. Con el mejor producto: sabinas seleccionadas durante años para configurar un plato perfectamente estructurado, salpicando el paisaje. Su elaboración resulta complicada pero el resultado es excepcional, una eclosión de sabores completamente aderezados y conjugados. Decorar con acierto y precisión, con esos detalles tan característicos e inigualables.
Viajar a través de los horizontes para ser de nuevo paisaje, por los sedimentos de hojaldre y tierra, de campos que juegan en su propio laberinto. Una amalgama de contrastes, con su textura suelta, de margas, arcillas y yesos. Nos hundimos en el paisaje y lo redescubrimos, nos sumergimos en su regazo, de esta tierra de la que hacemos hogar.
Todo acompañado de sorbete de borrajas y cardo macerado a tempura, ligera y crujiente, a su punto de cierzo. Para beber, agua de balsa, envejecida en aljibes y tinajas.
Y reposar para acabar dejándose llevar, llevar, llevar…
Caldereta de Cajal
Altozanos, inmensos sasos de las Fitas y Cajal que imponentes destacan sobre el llano. La masa madre caprichosamente moldeada, con los arcos de San Pedro de Cajal sobre la gran plataforma que la corona. Es una cocina de paisaje, de fusión, para acabar fundiéndose en los hundidos barrancos y cárcavas que el agua ha ido esculpiendo hacia el llano.
Una sartén honda y al fuego, sabroso aceite y poco a poco vamos añadiendo los ingredientes. Vuelta y vuelta y rehogar hasta que se vaya dorando, pochando. Aromatizar con romero y tremoncillo y añadir caldo que remoje los escondrijos que se desprenden del saso de Cajal.
Un escarpado relieve para ir haciendo a su punto, al dente los sasos de Cajal, soleados y brillantes, con esas luces caprichosas que juegan en los amaneceres y atardeceres. Con esos tonos rojizos, intensos crepúsculos monegrinos arrebatadoramente bonitos, de las últimas luces jugando entre las finas y sueltas nubes. Luego llega la imponente noche, para perderse en su cielo estrellado, sabiendo que un nuevo día llegará, “Cardelina chuflas al alba porque dende l´ocaso soniabas con l´amaneixer”.
Las capas puestas y superpuestas mientras se dejan hundir en depresiones profundas que dejan marca. Concentrando los ingredientes para resultar un paisaje rabioso, de yermos desquebrajados y caprichosos parajes. Dejar al dente, como los sasos de Castelflorite y Santa Cruz.
Aromatizar y contemplar. Sí, poeta, viejo amigo de esta tierra “hermosa dura y salvaje haremos un hogar y un paisaje”, querido José Antonio Labordeta.
Dulzuras de la Gabarda (postre)
Amasar la masa y moldearla, tornear figuras que se levanten del suelo, imponentes, como resistiendo al tiempo, atestiguando su paso. La textura perfecta, con sus matices abruptos, arriscados y escarpados, con sus viejos olivos entre esas rocas de arena que parecen poseer vida. Aventurarse entre sus rincones, volar por sus parajes y rematar con una cobertura caramelizada. Culminar el plato con un duro caramelo sobre el caprichoso moldeado turricular cayendo hacia las delicadas capas de hojaldre, tierras de arenisca y arcillas.
Hornear los torrellones de caramelo, retirar y dejar reposar, que se enfríen a temperatura ambiente. Endulzar con mermelada de gabardera, innovar con su sabor de escaramujo o tapaculos, que se escurra por sus cárcavas y barrancos, que fluya con pasión para una gala inolvidable.
Decorar con los cremosos Pirineos al fondo, siempre distantes pero a la vez tan presentes en el horizonte, envueltos en dulces nubes batidas y esponjosas espumas de nieve. Servir ligeramente fresco, acompañando con cava o champan, o algún vino dulce, suave, perfecto para tan grata ocasión. Dejarse llevar con cada cucharada a la luz de la luna. Dejarse llevar por la pasión.
Café, copa y un sugerente infinito. La eternidad. Licor de finas hilas de esparto, aquel que arrugó las manos como los surcos del paisaje y nos cuentan que hicimos, de esta tierra, de Los Monegros, un hogar y un paisaje.
